Cada yema de sus dedos era perfecta para mi piel. Cada susurro, cada roce y cómo nos comíamos las orejas juntos, parecían miel. ¡Cuánta sensación entre sonrisas! Sus costillas en lo oscuro, las mías, nuestros oblicuos.
No había tiempo entre nosotros. No existían las excusas, no se había creado un no, queríamos explorarlo todo. Y lo hicimos. ¡Cuánta benignidad en los intentos! Sus dotes, mi magia, nuestra riqueza.
Su lengua y sus labios, los míos sobre su espalda, sus pecas en sus hombros y yo moría en su cuello. Sus caricias eran irresistibles para mí y las deseaba cada día un poco más. ¡Cuánto deseo! Su encía, mis dientes, nuestra saliva.
Mi cuerpo no podía con tanto desvelo de pasión.
Su creatividad hacía que yo me desbordara de deseo en pedirle siempre más. Sus nalgas, yo sumergido en su trasero y él en el mío. Cada espacio entre mis piernas fue explorado por él. Beso tras beso, una mordida, mi perineo. ¡Cuánta imaginación! Su pene y el mío.
Mis manos sobre su pelo negro y suave. Su rostro sobre mi pelvis, sus ojos color miel que me miraban con tanta inocencia en un acto tan lleno de pureza y simplicidad. ¡Cuánta inocencia! La suya, la mía, la nuestra.
Dos cuerpos, dos almas, dos espíritus que se encontraban en la sencillez de sus desnudeces. Donde no importaban las imperfecciones, ni mucho menos las historias pasadas, los lunares y las verrugas, sólo bastaba con mirarnos y decirnos todo entre reojo. La calma y quietud, los ataques de ternura, derroche y pasión. ¡Cuánta verdad! Mi casa, el baño, la cocina, el sillón.
Éramos nosotros, uno solo en mi habitación, él y yo bañados en sudor, el suyo, el mío y no había diferencia. Cuánta igualdad en cada gota, rasguño y gemido. Éramos iguales, pecho a pecho. ¡Cuánta agitación! Sus miedos, los míos, nuestro furor.
Éramos sexo, éramos pasión, deseo y riqueza, sinceridad con grandeza, y destellos de emoción, pero sobre todo, convergíamos en amor. Éramos mezcla, solución homogénea, oración perfecta. Enlace permanente, un solo nudo. ¡Cuánta atracción! Sus ganas, mis deseos. Éramos uno.
¡Cuán hermoso era sentir un órgasmo tomados de las manos!
Arañándonos los brazos por donde antes habían pasado nuestras lenguas y labios, por donde antes nuestros dientes habían dejado marcas de prosperidad. Desde su muñeca hasta mis dedos, no queríamos acabar. ¡Cuánta firmeza! Su estadía, mi intrepidez, nuestra osadía.
Cuánta belleza se podía notar en tan solo una noche pequeña llena de actos precisos, y de miradas correctas. Palabras concisas, besos perfectos y sonrisas. ¡Cuánta alegría! Su encanto, mi comedia, nuestra locura.
No era solo él, también era yo. Era una conexión viva entre los dos. Y cada día que lo volvía a ver mi alma se desprendía de mí, para salir tras la suya y decirle, soy tuyo por siempre, vos mío para siempre. Te amo, también yo, nos amamos. ¡Cuánta ilusión! Su alegoría, mi desdicha, nuestra historia de vida.